Friday, May 05, 2006

Campeones de Antaño.

Lo veo desde abajo, un golpe en el mentón lo obliga a tomar las cuerdas que rodean el cuadrilátero, de pronto aterriza bruscamente sobre el piso, se queda allí tratando de afirmar las pupilas que parece que temblaran, una mano empuñada resiste el peso de su cuerpo, no quiere caer y desvanecerse y perder y sufrir y ver como soy testigo de su derrota, !como si importara!. Cuatro, cinco, seis, hay mucha gente exitada con la caída, el contrincante permanece en uno de los rincones observando con un poco de felicidad aquel triste cuadro de violencia. Siete, ocho, se pone de pie, inestable, como si no bastara con que la vida fuese lo suficientemente tambaleante para el, siempre que esta en el ring se olvida de todo, nunca recuerda que estación es, ni que día, ni que en casa lo esperan para la cena. Sucede que la tarde no comprende el afán por autodestruirse, entonces se va dejando una extenso perfume de desilusion y todo el mundo se contagia por que la verdad es que la obra que se exhibe enfrente no tiene nada de irreal.
La campanilla envía a ambos a darse un buen trago de agua, a limpiar sus heridas y a recibir instrucciones. Mientras el publico cumple con el ritual de la espera observo el lugar, los muros están casi completamente cubiertos con afiches que anuncian la pelea de un par de jóvenes novatos listos para iniciarse profesionalmente, en la entrada están colgados unos carteles pintados con la cara de Martín Vargas destrozada por el alcohol, la pobreza y el envejecimiento. Recién comprendo que toda esta salpicadura de sangre es por rendirle un homenaje, debe estar aquí, lo busco y lo encuentro sentado en la galería triste, la felicidad no llega con una simple manifestación del recuerdo, su sonrisa parecía perdida, estampada tal vez en los guantes de algún compañero de profesión, ojillos abatidos, expresión olvidada en las tristes ráfagas de un paseo dominical, la soledad se perpetua sentada a su lado entregándole el oxigeno y la fuerza de mantenerse en pie, no se. Entre muerte y desencanto y oscuridad y dolores esporádicos de por vida comenzó a aplaudir el nuevo Round.
Salieron al ring, salieron al estruendo de los gritos de quienes presenciaban la gresca, el contrincante balanceaba de un lado a otros los hombros, mostraba la goma amarillenta que le protegía los dientes, su piel asemejaba una gota que se resbala por un palo encebado, sus ojos temibles como llamas asesinas, sus piernas veloces como el paso de una estrella fugaz por el cielo nocturno.
Pero había uno solo que me importaba, lo veía desde mi asiento intentando engañar con una especie de danza mentirosa al extranjero que no le quitaba los ojos de los ojos, Martín estaba atento, sabia que en cualquier momento el rostro de uno de ellos recibiría un buen gancho en la barbilla y terminaría todo,
llegaría la negrura, el triunfo, la derrota, como siempre las cosas debían finalizar, mal que mal tenia el ejemplo presente en su memoria como una herida siempre abierta.
El extranjero acertó en la cara de su rival, luego vino un derechazo entre los ojos de quien fuera la esperanza del boxeo nacional, el extranjero titubeo pero se mantuvo de pie, seguían bailando, seguía existiendo el deseo de vencer, después un golpe tan duro como un fierro se deposito sobre la ceja izquierda del chileno quien fue a dar directamente al piso, me puse de pie, todos se pusieron de pie, dos, tres, cuatro, la gente empezó a contar, cinco, seis, siete, lo veía desde abajo y me volvió a mirar y sentí su dolor y su hilillo que brotaba de su ceja y su rendición elocuente y su vergüenza porque no había podido dar una felicidad a quien fuese el mejor boxeador chileno de la historia. Sostenido en sus piernas y en sus brazos levantó la cabeza hacia Martín Vargas y en sus ojos le transmitió su incapacidad y sus disculpas, Martín se reflejó en sus luceros nebulosos, Martín bajó la mirada, ocho, nueve, diez, fuera y el termino de una estupidez, corrí hasta el descalabrado al mismo tiempo en que una leve corriente balanceaba los carteles colgantes, la sombra de la muerte se iba al momento en que mi padre se levantaba, me quede viéndola irse, como protegiendo al púgil que me había dado la vida, no quería que la de él se acabara, la muerte volteó por última vez, y ya convencida, se alejó perdiéndose en la tenebrosidad de sus pasos.

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